Traía un paquete incómodo y pesado, amarrado afanosamente con pita de cáñamo, que de inmediato llamó la atención en la aduana del aeropuerto de Santiago. “Son libros de Pablo Neruda, mi esposo”, contestó en voz alta Matilde Urrutia cuando un funcionario la interrogó y se vio rodeada de un grupo de personas que la saludaban. Ante el alboroto, la dejaron pasar sin revisar el paquete. Sabía que si lo abrían requisarían su contenido. Corría mayo de 1974 y la viuda del poeta volvía a Chile con un material altamente irritante para la Junta Militar recién instalada en La Moneda: 36 copias de Confieso que he vivido, las memorias póstumas de Neruda.
Mientras el libro empezaba a circular clandestinamente por el país, en España y Argentina se lanzaba simultáneamente como un acontecimiento cultural y político: Neruda cerraba el relato de su agitada vida con una contingente condena al Golpe Militar. También era su despedida. Muerto el 23 de septiembre -por causas que hoy investiga la justicia-, el autor de Canto general trabajó en Confieso que he vivido incluso en la Clínica Santa María, donde llegó acorralado por el cáncer a pasar sus últimos cinco días.